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Gustos efímeros / Cuauhtémoc Medina

Por: Cuauhtémoc Medina
Periódico: Reforma, México, D. F., 11 de julio del 2001 -cortesía de http://www.latinartcritic.com

título de la exposición: Las molestias son temporales, las mejoras permanentes.
Museo Carrillo Gil. Av. Revolución 1608, San Angel. Del 27 de junio al 5 de agosto 2001

Más que pretender que el arte ataca o elude al museo, hay que caer en cuenta que sostiene una relación compleja y perversa con la institución. Por un lado, es frecuente que el cubo blanco sea un territorio hostil y artificial para la actividad artística de nuestros días. Al mismo tiempo, la aparente simplicidad de las intervenciones de los artistas requiere de una estructura de apoyo curatorial y económico cada vez más compleja. Esa ambivalencia se ve exacerbada en lugares como México, donde los museos se debaten entre una solemnidad muy por encima de sus capacidades o simular un carácter alternativo que no logran hacer valer con verdadero radicalismo.

Recuerdo pocos eventos como Las molestias son temporales… que hayan puesto en escena de manera tan imaginativa esas contradicciones. Mario García, un joven curador y artista originario de Monterrey, invitó a una decena de artistas a intervenir el tercer nivel del Museo Carrillo Gil, al mismo tiempo que ahí se llevaban a cabo obras para reemplazar el sistema de iluminación. La idea era provocar la interferencia entre la actividad de los trabajadores y técnicos y la presencia de una variedad de instalaciones artísticas que debían incorporar el carácter accidental de una situación cambiante. La invitación indujo a los artistas a experimentar varias estrategias de intervención y proceso in situ: el “H. Comité de Reivindicación Humana” (HCRH) dibujó su logo en una alfombra de sal de cinco metros que se irá desdibujando con el paso de los trabajadores; Sofía Taboas levantó una red de macetas de enredaderas que en pocos días irá creando una densa maraña vegetal, e Ismael Merla proyecta sobre el techo un video de un “hombre basura” que parece caminar en el falso plafón. Curiosamente, el caos del entorno opera mejor con aquellas obras que buscaban imponérsele visualmente o, por el contrario, se disuelven en el entorno. La teatralidad de una banda de colores de video que Stephan Bruggeman pintó a tamaño mural (No program, 2001) se volvía especialmente irónica y enfática.
En contraste, una instalación hecha por José León Cerrillo, quien acomodó cuadros y elementos de trabajo sobre una alfombra, se antojaba amanerada en su intento de hacer un ensamble más o menos mimético de la situación. Esos mismos objetos hubieran tenido un sentido muy distinto en una museografía ordinaria. Una de las mayores virtudes de ese contexto fue realzar la participación de un misterioso artista de Tijuana, el “Acamonchi”, quien ha venido distribuyendo por internet esténciles con imágenes como Raúl Velasco hablando por teléfono o de Colosio con un casco de astronauta, que luego la gente pinta con aerosol sobre los muros citadinos. Lo que en una exposición formal hubiera adquirido un tono documental, aquí logra desplegarse como un modelo subterráneo de diseminación de imágenes.

Más que pretender una unidad temática, ésta es una exposición que aborda metafóricamente el funcionamiento de la cultura de nuestros días. Por un lado, lo provisional del proyecto evoca el carácter inestable del internet, cuya arquitectura está, como se sabe, perpetuamente “en construcción”. Por otra parte, la curaduría se proponía ocupar el tiempo vacío que en los programas de los museos locales produjo la simulación de transición cultural del último año: simbolizar, pero también sacar provecho, del impasse de la política cultural que ha pospuesto la actividad cultural en pos de una promesa imprecisa. Pero por sobre todo, el proyecto atina a describir un tipo prevaleciente de sensibilidad que salta de una especie de conceptualismo ligero y un decorativismo postminimal hacia la atracción por lo subcultural. Una actitud artística que se siente más cómoda en el imaginario del reventón que alimentando las demandas discursivas y críticas del mundo del arte.

Es en la forma que algunas obras creaban diálogos interclasistas en que quisiera concentrarme. La muestra jugaba con una imagen de marginalidad que, si bien derivaba del hecho de que los artistas habrían de compartir el espacio con los electricistas y albañiles, no por ello dejaba de ser sintomática. De hecho, dos piezas de la muestra cedían su participación a intervenciones “proletarias”. Los empleados de mantenimiento del Museo, agrupados bajo el membrete de “Tamaño.com”, construyeron un pequeño jacal de lámina donde pusieron un maniquí que simulaba a un hombre acuchillado por la espalda. Este Apocalipsis? (2001) transmitía una visión de violencia callejera muy del México de los 90: una especie de Kienholz subalterno. Frente a él había un mural hecho por dos aerosoleros, Bacter y Dink, que representaba una orca saltando por encima de un graffiti que decía “Liberen a Willy” en tipografía casi ilegible. El mural había sido comisionado por el “Atlético”, un colectivo que, al parecer, se rehúsa a producir obras de arte más allá de una serie de stickers y fotografías que difunden en un sitio de la red.

Ambos gestos curatoriales eran profundamente ambiguos: lo mismo podían implicar entusiasmo por las formas directas del gusto callejero que un uso oportunista de la energía de otros. A diferencia de otros momentos en la historia del arte, el interés de estos artistas por la marginalidad tiene menos que ver con una idealización política que con una búsqueda de intensidad. En reciprocidad, quizá sea posible hablar de cómo ciertas prácticas conceptuales son, en realidad, una especie de vulgarismo refinado.
En Daytriper (2001) Pedro Reyes va enviando diariamente por internet fotografías de mujeres guapas que se van pegando en un calendario en la pared. En el contexto, ¿qué es esto sino un calendario de
pin-ups? El mundo del arte ofrecido “generosamente” como taco de ojo a los operarios.

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